Blogia
EL CORRESPONSAL

El submundo de la terminal de omnibuses Baltasar Brum

URUGUAY, MONTEVIDEO (www.elcorresponsal.com.uy) La terminal de omnibuses ’Baltasar Brum’ está desde 1992 junto al puerto de Montevideo y es casi un triángulo. Nació para remplazar al antiguo control de Arenal Grande, que hasta hace un tiempo permanecía solitario, escoltado por sus altas columnas, y que ahora es polvo.

Desde allí salen algo más de 2 mil viajes diarios a distancias que no superan los 60 quilómetros y que abarcan populosas barriadas, importantes ciudades del área metropolitana, Ciudad de la Costa y los balnearios de la Costa de Oro.

"La Río Branco", oficialmente denominada Terminal Baltasar Brum, es media tarde y cada vez hay más gente.

El vaivén aumenta su vértigo, hasta rozar el colapso pisando las 6 de la tarde. Desde esa hora, y hasta las siete, salen de los andenes 156 viajes. Por las calles Galicia, Andes y Convención algunos ómnibus se mueven lentamente y otros esperan estacionados.

Los movimientos que los choferes hacen para entrar a la terminal asombran. Todo en metros, centímetros, "en una baldosa". Ahí, a un costado de la estación de servicio empieza la terminal.

Un chofer corre apurado con una botinera bajo el brazo, y otro pasea tranquilo termo y mate a cuestas.

Es que algunos tienen que salir y otros recién comienzan la espera. Lo mismo corre para los pasajeros.

Algunos fuman sentados en el pretil que delimita el largo pasillo que da a Galicia, y otros se meten apuradísimos a la plataforma. En el otro extremo, la rambla.

Pegado al estacionamiento exclusivo para los directores de Kelir SA -la sociedad anónima formada por siete empresas de transporte que regentea la terminal-, generalmente adornado de elegantes vehículos, un hombre duerme al sol.

El tránsito es intenso y en medio del bullicio el canto de unos pájaros engalana el único espacio verde de la terminal, un pequeño rincón casi invisible e inaccesible desde la plataforma, y que desde la rambla regala una fría reja y alambres de púa. El portón de la Salida de Emergencia, que también da a la rambla, está derrumbado al igual que los tramos de reja más cercanos. Un papel pegado allí ironiza: "Exclusivo salida de Batman y Robin".

Justo a unos metros, un ómnibus que se dispone a estacionar se detiene sobre la reja, dejando un pequeño rayón en la abolladura gris que coronaba el vértice trasero del ómnibus. El chofer ni siquiera baja. Mientras tanto la rutina continúa, casi sin sobresaltos.

La única salida de la terminal es por la calle Galicia, excepto algunas líneas que toman los accesos. Los coches salen por Río Branco y doblan a la derecha para partir. Allí hay una alta oficina de control del Ministerio de Transporte. Y también un pequeño taller.

Desde la puerta se pueden ver estantes con herramientas, pinturas, papeles, y a Darlin Larronda almorzando en un recipiente de helado. De 61 años, Larronda es el administrador y dice que "todo lo que ocurre en la terminal pasa por mis manos".

En eso, tras pedir permiso, entra César, del personal de limpieza, a buscar papel higiénico para el baño. Allí, sobre la mesa de Larronda, descansan unos rollos sin abrir. Necesito papel -dice César. Tomá -contesta Larronda, y le acerca una hoja.

César asume no muy convencido el supuesto acto fallido. Sonríe, agarra el papel higiénico y se va. Minutos después, un guardia de seguridad entra a calentar agua. Larronda saluda, pero no se inmuta. El muchacho entra y sale. Él, que originalmente fue "Darling" ("querido", en inglés), y mutó hasta terminar perdiendo la ge y oficializarse Darlin. Es "nacido, criado y educado en Treinta y Tres" y sobrino-nieto del "Laucha" Prieto, leyenda olimareña.

Trabaja hace 18 años en la terminal y la conoce al dedillo. Pasa de un lado a otro las hojas de registro que lleva con salidas, cantidad de coches, destinos y demás. Le queda un tiempo para jubilarse y aunque no se muestra muy seguro acerca del futuro del recinto, cree que al menos "por inercia" seguirá existiendo hasta que él esté.

Hay que caminar entre la mierda tratando de no cagarse, pero eso no es problema de la terminal, es de la sociedad -lanza, mientras prende un cigarrillo en la vereda. Se va a recorrer, sale a caminar sobre el cemento, entre el humo. Es el garante.

En los baños se ve cualquier cosa. Lo dice César, que los limpia desde hace un año y nueve meses. Cuatro urinarios blancos en forma de U, y el piso tapizado con cartones salpicados por gotas de orín. Y más allá dos con puerta, pero de esos antiguos, con las marcas para los pies, en los que se orina parado, o se defeca acuclillado.
Algunas veces hay jabón, pero secarse las manos puede llevar un tiempo. Sobre una punta de la mesada una lata semivacía espera la propina. De la propina sacamos para el boleto y a veces para comer.

Otras veces algunos locales nos dan la comida y por lo menos para "la media" nos manejamos. La llevamos light, explica César. La lata se alimenta con la gente que va todos los días, a la que los muchachos de la limpieza conocen y les cuidan las cosas.

Siempre hay bolsos esperando, y veteranos compadrones que se peinan frente al espejo. Llegan policías, pintores, estudiantes, vagabundos, y todos se encuentran ahí, en unos metros cuadrados.

En las paredes algunos números reclaman sexo, o piden algún policía machote. Sentado arriba del mostrador, César mira fijo su tablet, y al lado está Nicolás, tomando mate. Conversan con sus compañeras del baño femenino, ubicado justo enfrente.

Ahora estamos afuera. A un costado una máquina para calentar agua, y en el otro un montón de elementos de limpieza. Tachos, guantes, trapos y escobas raídas.

Nicolás recién empieza, tiene 20 años y estudia electricidad. Como le sirven los horarios, hace ambas cosas. Entró gracias a una conocida que trabaja en la terminal hace tiempo, y aún no conoce el nombre de la empresa que lo contrató. Hasta que lo dice César, que saca un cigarro y ofrece. Trabajan de lunes a sábado, a 52 pesos la hora, y durante la noche un 20 por ciento más. Los feriados se trabajan si son laborables, y si no también.

Porque esto no cierra, aclara César. Limpian todo. La plataforma, las oficinas de las empresas, los vidrios, los baños. Y también se toman unos mates. De vez en cuando les aparecen con el botín de algún atraco, pidiendo bolsas negras, o desesperados por meterse al baño.

También han visto a muchas gurisas llorar largo y tendido, golpeadas por algún robo reciente.

FAST FOOD. De los parlantes de uno de los locales de comida rápida surgen unas cumbias, tan fuertes que al llegar clientes el volumen se baja. Uno se lleva una bebida y otro una flauta. Hay empanadas por 40 pesos, bebidas que no bajan de los 30, y comidas rápidas de todo tipo, por toda la terminal. Empezando por el restaurante-bar que ocupa la esquina que da a Río Branco y Galicia, donde se puede comer una pizza o tomar algún trago, y hasta jugarse unas fichas.

Y vichar de pasada el resultado del partido, porque los televisores dan a la plataforma. Separados por unos metros hay quioscos que venden casi lo mismo. Más allá, un local de ropa, al lado uno de comida rápida, y otro de comida rápida. En el medio una red de cobranzas y las ventanillas de las empresas.

Ahí están los pasajeros procurando el boleto o empleados de las empresas charlando y relojeando indisimuladamente la figura de alguna muchacha. Luego un local de comida, otro de comida, otro de comida. Quiosco. Los vendedores patean de lado a lado y cargan bolsos.

Van de bondi en bondi. Generalmente son los mismos, se conocen, saludan sin parar. En otros tiempos era común ver a la gente cargando bolsas con tiras de asado o carne picada. Sí, adentro de la terminal había una carnicería. Hoy ya no está. Pero no por eso dejaron de existir los locales imposibles. Por ejemplo, una ferretería. O un local rodeado de vidrios negros, cuya puerta entreabierta en ocasiones permite ver siluetas entregadas al encanto de las maquinitas que anuncia el cartel luminoso. La penosa versión barrial del entertainment.

SOMBRAS. Durante la noche el camino a la terminal de Río Branco es oscuro. El tiempo parece haberse detenido allí. Las luces de los semáforos resaltan entre la lúgubre monotonía de pálidos naranjas emitidos por el alumbrado, y el vacío de las calles agudiza la percepción de los sonidos.


Para un foráneo, desde lo alto el camino dibuja un túnel con rumbo desconocido, intrascendente. Para quienes deben llegar a la terminal es el comienzo del camino a casa, o al trabajo, un camino inevitable. Como ningún ómnibus termina su recorrido a menos de tres cuadras de la terminal, sólo quienes tomen un taxi no deberán caminar el resto.

A medida que se desciende por la calle Río Branco dejando atrás 18 de Julio, la soledad recrudece.

Atrás quedó el chirriar de los chorizos a la plancha, la televisión siempre encendida y el aroma de los "carritos" que pueblan algunas de las esquinas. Aparecen hoteles y residencias estudiantiles en las que puede verse jóvenes balconeando y tomando mate cuando el calorcito, o cenas de mesa grande, con bidón de jugolín, tras la ventana cerrada en invierno.

Y empiezan los galpones, los portones, los talleres. Más oscuridad, una atmósfera desolada, tan temible como mágica. Unos muchachos cargan envases en un carro tirado por un caballo, y algunos vecinos del barrio pasean a sus perros. Los miran mear, y siguen. En la esquina, colchones; un hombre duerme tapado hasta la cabeza y a su lado hay un carro de supermercado, vacío.

Es así el barrio bajo, el puerto. Las sombras se adueñan del camino y aflora la vulnerabilidad. La del que tiene que caminar y no quiere que lo roben, la del que tiene miedo y la del que pide una moneda, la del que duerme en la calle y la del que roba. Desde la pared de uno de los galpones asoman piernas.

Están ahí. Fredy "Codito", por ejemplo, hace cuatro meses.

En la esquina de la terminal, en uno de los portones de lo que antiguamente fue un local de bailes, pasa la mayor parte del día; y como él, varios. Abren las puertas de los taxis, reciben una moneda, y piden otras a la gente que pasa. Últimamente por la ley de faltas la cosa se complicó, y cuenta que hace unos días "se hizo picar" porque los policías lo despertaron "en una mala".

Ahora duerme en un estacionamiento abandonado. Son altibajos, repite.

A un costado, sobre el pretil, dos encendedores y una pipa. Apenas más allá, una tapita con cenizas. Una chica llega, las pide y se sienta a fumar. El humo, la mirada intensa, penetrante. Es pasta base, esa que Codito empezó a fumar a los 18 años. Esa que como él mismo dice está en todos lados y arruinó a mucha gente, con o sin plata, en todos los niveles. ’La droga está conmigo desde los 6 años. Mi familia era de traficantes y a esa edad veía mesas llenas de droga, y hasta encintaba’ cuenta.

A Fredy lo crió su abuela. Con ella caminaba a la escuela, con 11 años, y fumaba porro delante de ella, porque no le quería mentir. Siguió la escuela, estudió hasta la misma edad en la que empezó con la pasta. Jugaba al fútbol, y dice que llegó hasta la quinta en River.

Repasa sus años en el liceo: hizo primero tres veces, porque se llevó cuatro materias, perdió un examen y dejó de ir. Otra vuelta no se llevó ninguna pero se pasó por una falta, y como tenía mala conducta el director lo hizo repetir.

Segundo y tercero pasó "así nomás", y dejó en cuarto año. ’Tuve una buena niñez, lo que me faltó a mí fue el calor de una madre y de mi padre. Mi madre se fue para Italia cuando yo tenía 5 años. No me faltaba nada, pero no tenía ese calor’

Llega un taxi y Fredy se para. Debe abrir la puerta para obtener "la moneda". Vuelve. Le da el dinero a su señora. Ella, que le pegó una puñalada que Fredy muestra levantándose la remera y que le atraviesa el pecho. Porque la iba a dejar.

Un muchacho se sienta a comer una bandeja con fideos. Mientras otros discuten, caminan unos metros y vuelven, Fredy me mira a los ojos y explica que acá en la calle viene gente de todas partes, gente nueva, y así funciona.

’Hay pibitos que no paran acá y vienen a robar, y ta. ¿Qué le voy a decir yo? Los superhéroes están en las historietas cómicas, nada más, no soy justiciero, si yo también estuve en la misma. Codito tiene 3 hijos, antecedentes varios, 27 años y hace 2 que salió de prisión. Adentro vio cosas muy feas y fumó pasta base "como loco". ’Esta porquería está en todos lados, amigo’

Le dicen Codito porque se quebró el codo cuando le robó a un "pichón de narcotraficante" que lo siguió y le disparó. Ahí están los tiros en su pierna y la diferencia de largo en sus brazos. Habla con respeto. Su mirada es profunda.

Se oyen pisadas, es la gente que camina a paso firme calle abajo. ’Estimado, ¿una moneda le sobra? -pregunta Fredy a uno de ellos.
No hay respuesta. El próximo que pasa, un no. Y en la otra un gesto.

Es de noche, pasadas las once y media la gente baja asustada, como si fuera ensimismada. Muchos eligen ir por la vereda de enfrente, otros bajan a la calle al llegar al árbol, apenas antes de la esquina, a unos pasos de donde asoman las piernas. Nadie quiere mirar. Si alguien tuviera la voluntad de robarlos, como ocurre y mucho, sería muy fácil, es verdad.

¿Ves?, eso me quema la cabeza -se queja Fredy, mientras una pareja baja a la calle justo antes de la esquina.
Llega otro taxi. La noche muestra su cara en el bajo. Están ahí.

ADIÓS. A unos metros, en la terminal, el silencio se ve alterado por el lento ir y venir de ómnibus que llegan de a poco a los andenes. A esa hora de la noche el ritmo es lento. Un hombre mira pensativo hacia el puerto. Las amarillentas luces de la rambla y las nubes ocres que se arrastran lentamente sobre el cielo oscuro les dan a las siluetas de las enormes grúas y la muralla de contenedores un extraño aire de majestuosidad, aunque no sean más que enormes grúas y una muralla de contenedores, la misma imagen de todos los días.

Otro hombre lee el diario con su agenda bajo el brazo, apoyado sobre el mostrador de una de las empresas de ómnibus. A su costado la luz verde del cajero ubicado dentro de la terminal titila sin parar, borrosa tras la puerta, y a su espalda, sobre el vidrio, una lista de horarios. Como la terminal no tiene un servicio de información centralizado, para averiguar los horarios hay que rastrear en las empresas. Algunas los tienen pegados en las ventanillas de sus puestos, otras no.

Hay gente dormitando sentada en las "salas de espera" inauguradas en 2008: cerramientos de vidrio con bancos metálicos que se encuentran dentro de la plataforma. Otros recorren ansiosa y atentamente los andenes en busca de algún pucho tirado por la mitad o con algún resto de tabaco antes del filtro.

El resto hace fila, y las colas para los ómnibus directos a Canelones a esa hora de la noche son interminables. Como tantas otras. Generalmente, aunque a simple vista parezca físicamente imposible, toda esa fila entra en un mismo ómnibus.

A unos metros, la muchachada toma una cerveza en la barra de un puesto de comidas, ahí donde antes estaba la carnicería. La botella de cerveza cubierta por una bolsa de papel y los vasos transparentes. Dentro del baño un hombre tiene las manos contra la pared y las piernas abiertas, se balancea borracho. Nicolás lo mira desde la mesada y su cara dice: "Viste lo que te decía". Mientras, la fila avanza y se mete en el ómnibus. Entraron todos.

Las columnas dibujan una línea interminable, una tras otra. Los carteles azules que indican el número de los andenes, ya solitarios, continúan advirtiendo de no bajar a la pista. Las cortinas se bajan. La terminal es ahora un tímido resplandor en medio de un barrio condenado a las sombras. (En base a publicacion de Marcelo Aguilar/ en BRECHA | SOCIEDAD | Pag. 18 | 18/10/2013)

1 comentario

Jorge -

Excelente relato y pintura!. Le queda poca vida a la terminal? Por lo que comenta el tal cesar. Saludos